viernes, 26 de diciembre de 2008

Asesinato de Juan Bautista Idiarte Borda visto por Andrea Estevan


En esos tiempos la Iglesia y el Estado solían caminar juntos por las calles montevideanas. Y ese día de 1897 sería el principio del fin de la irremediable separación.
– ¿Quién disparó el arma que arrebató su vida? –preguntó indignado el jefe de policía–
Pensar que sus hijas le imploraron que no asistiera a los festejos patrios pues temían por su integridad física. Los motivos eran fundados, pues meses atrás se había perpetrado un atentado y por milagro resultó ileso gracias a la bendita (o maldita) bala que en ese momento no quiso salir despedida.
– ¿Quién disparó el arma? –preguntó nuevamente el jefe de policía–
Poco después de las dos de la tarde, luego de asistir al Te Deum del 25 de Agosto, el Arzobispo de Montevideo y el Presidente de la República Oriental del Uruguay salieron juntos de la Catedral; detrás de ellos el séquito que aún vibraba con los últimos acordes del himno nacional. Juan Bautista hinchó su pecho y respiró profundo una bocanada de aire: olor a frío –pensó–
Del otro lado de la Plaza Matriz inmerso en la convocada multitud poco multitudinaria, esperaba Avelino que su presa se aproximara al punto de encuentro. Adentro del país, en el interior de la República, la sangre corría a borbotones en filas blancas y coloradas, la conciliación era una utopía, el horizonte se desdibujaba tras los intereses de la oligarquía localista, no había paz, se respiraba muerte, innecesaria muerte, inconducente muerte, impertinente muerte.
La comitiva estaba integrada por no más de treinta personas, caminaban a paso lento adoquín por adoquín, repitiendo el recorrido habitual que los conduciría hasta la Casa de Gobierno.
El cuerpo aún con vida fue trasladado a la Jefatura de Policía de Montevideo.
– Lo hirieron de muerte, de muerte lo hirieron. –encumbraba la multitud–
Y minutos más tarde Idiarte Borda abandonó su cuerpo.
– ¿Cómo caratularlo: atentado, crimen político, homicidio? –se preguntó en voz alta el jefe de policía que en forma personal había tomado el caso–
– No se preocupe jefe, el caso está resuelto. –la voz de un policía joven que se entrecruzaba con las cavilaciones del alto mando–
– ¿Resuelto? –inquirió de forma severa el jefe de policía efectuando un golpe de puño seco sobre el escritorio–
– Aquí traemos al culpable del magnicidio. –fueron las palabras del funcionario aprehensor teñidas de un color orgullo resplandeciente–
Entre cinco policías aparecía maltrecho Avelino Arredondo.
– ¿Quién es el presidente? –preguntó en voz baja Avelino a un hombre que estaba parado a su lado mientras la comitiva se desplazaba por la calle Sarandí–
– Es el de la banda –contestó de forma inocente el transeúnte–
– Mañana serás portada de los periódicos capitalinos, todos conocerán al heroico poseedor del dedo fatídico. –sentenció el jefe de policía–
– Y lo volvería a hacer. –replicó con tono desafiante Arredondo–
– Dime la verdad, ¿quién te envió? –preguntó de forma suspicaz el jefe de policía–
– Yo disparé, o si prefiere mi dedo índice derecho apretó el gatillo mientras una mano que no tembló, seguramente la mía, sostenía el revólver que supo esconder como la ostra la perla, el proyectil milagroso. –fueron las palabras pronunciadas por Arredondo sin que se le moviera un pelo del bigote–
– ¿Proyectil milagroso? Curiosa confesión, yo que usted me iba consiguiendo un buen abogado, Señor. –sugirió de forma sugestiva el jefe de policía–
– Contraté al Doctor Luis Melián Lafinur. Pero soy culpable y no me arrepiento, único responsable de mis actos, que el castigo sea proporcional al mal ocasionado y de esa manera reestablecer el daño, ¿no es ese acaso el sentido de la pena? –contestó Arredondo con convicción y pleno conocimiento de causa–
Poco después de las dos de la tarde, sumergidos en el más absoluto silencio, Mariano Soler, Juan Bautista Idiarte Borda, y la comitiva, caminaban por la calle Sarandí hacia la Casa de Gobierno. Como una chispa que salta del fuego, Avelino se desprendió de la convocada multitud poco multitudinaria y apuntó. No dudó, disparó. El tiro fue certero como lo había planeado, como se lo habían dicho, como Borges alguna vez lo soñó, como la historia lo escribió y la memoria colectiva lo situó en el olvido.
Desde el balcón del Jockey Club del Uruguay se divisó el hecho: En el preciso momento que el Arzobispo estaba estrechando la mano con el Señor Stewart, se escuchó la detonación seca y breve de un arma de fuego; el Presidente se llevó las manos al pecho y exclamó Dios mío. Monseñor Soler se inclinó sobre el cuerpo del herido y le preguntó si quería que le diera la absolución: "Arrepiéntase de todos sus pecados e invoque el nombre de Dios", dijo con voz solemne Soler.
Dicen que la historia la escriben los vencedores; el único magnicidio de nuestra historia se desdibujó y quedó reprimido en el inconsciente colectivo. ¿Habrá sido Idiarte Borda un verdadero vencido?
– ¿Quién disparó el arma que arrebató su vida? –preguntó indignado el jefe de policía–
“¿Podía el país vivir por más tiempo sometido a una voluntad envuelta en las tinieblas de tan honda inconsciencia moral?”, fue la portada del Diario El Día al otro día del magnicidio.
– ¿Acaso sólo una bala certera podía ponerle fin al derramamiento de sangre en la guerra civil? –se preguntó el jefe de policía–
– De pronto me sentí relajado, y una extraña sensibilidad se apoderó de mi cuerpo; la mente se empezó a nublar y buscaba sujetarse a algo contundente, ya había comenzado a dispersarse, a fraccionarse en pequeñas partículas que se alejaban estrepitosamente del centro, de mí; intenté organizar mis pensamientos pero era un mero espectador de lo que estaba sucediendo, era cuestión de minutos, de un momento a otro podía desorganizarse y yo desaparecer, pensé estoy muerto. Juan Bautista Idiarte Borda dijo antes de desplomarse: “Estoy muerto”.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Avelino Arredondo visto por Jorge Luís Borges

El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.

Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehuyen su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Y cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba bien callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.

Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.

Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Y lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.

Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande. Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.

Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.

Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.

La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.

Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y aliviado pensaba: un día menos.

Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, por cierto no era nada fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.

Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén.

Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un escobillón, y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres que por cierto eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar muy bien.

Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía; Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.

Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.

A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene donde había remontado tantas cometas, por cierto petiso tubiano que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.

Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Y nunca se desveló.

Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.

El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.

Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.

Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:

—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Y ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel pasamos frente a “La Razón”. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.

Todos se rieron.

Arredondo se había quedado escuchando, y el soldado le dijo:

—¿Qué le parece el chasco, aparcero?

Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:

—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!

Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo golpeó una última injuria.

—El miedo no es sonso ni junta rabia.

Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.

El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de esperar. Ya estoy en el día.

Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.

No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:

—Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.

Sacó el revólver e hizo fuego.

Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.

Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:

—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.

Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron.

Crimen político en Uruguay

Un crimen político en Uruguay hace más de 100 años: Asesinato de Juan Idiarte Borda.

La información histórica a la que aquí se hace referencia realmente es sumamente interesante, porque involucra el asesinato de un Presidente de Uruguay, en un contexto de una posible y extendida corrupción administrativa y política, y con la quiebra de un muy importante sector financiero de la época en ese pequeño país latinoamericano. Esos hechos ocurridos a fines del siglo XIX en Uruguay, ciertamente incitan a una reflexión desapasionada y valorada por la perspectiva histórica.

Hoy día nos encontramos inmersos en una crisis financiera de importantes dimensiones, que ya ha llevado a la quiebra a numerosas instituciones bancarias en EEUU, en Europa, y en Asia, y que sin lugar a dudas de ahora en más tendrá también otras consecuencias negativas, entre ellas muy probablemente el aumento del desempleo y la baja de la actividad económica en numerosos países.

Personalmente me pregunto si no sería hora al menos de analizar con mayor detalle las propuestas del pensador español Agustí Chalaux de Subirà en relación al uso del dinero telemático, en relación al uso de las monedas telemáticas. Tal vez en ese instrumento se encuentre la clave para poder construir un mundo más seguro y menos injusto.

Para obtener información relevante y resumida sobre los recién citados acontecimientos del siglo XIX en Uruguay, se sugiere acceder a las páginas web cuyas direcciones se indican a continuación: http://www.larepublica.com.uy/politica/53865-un-crimen-politico-a-fines-del-siglo-xix http://www.cairomontenotte.com/luigi/18970825.html

Para obtener información sobre el Centro de Estudios Joan Bardina y sobre Agustí Chalaux de Subirà, se sugiere acceder a su sitio web http://www.bardina.org/ o en su defecto ubicar la correspondiente página informativa en Wikipedia.